Historias bajo la Luna: El monstruo de mil cabezas
- ERIKA Castillo
- hace 45 minutos
- 5 Min. de lectura
“Hay una sola manera de matar los monstruos: aceptarlos.”
Julio Cortázar
Hola nuevamente, mis queridos Lectores bajo la Luna.
Sé que me he ausentado. No ha sido por voluntad propia: he sido arrancada de este rinconcito que tanto amo.
Gracias por seguir aquí, aun cuando yo estuve lejos.
Este espacio siempre ha sido un refugio, y hoy regreso a él con más verdad que nunca.
El monstruo de mil cabezas vino a dar otra pelea, y no siempre salgo victoriosa a la primera; a veces me cuesta más de lo que tengo disponible en mi ser.
No he querido hablar de él ni de las batallas que lucho día a día, porque no quiero que se vuelva mi identidad. No quiero que se apodere de mi personalidad. Pero he tenido que aceptar que sí determina gran parte de mi vida… y eso ha requerido mucha humildad.
Este monstruo se fue apoderando de mí desde hace años, en silencio, en pequeños actos que se etiquetaron como simple estrés. Si me hubiera escuchado antes, quizá hoy las cosas serían diferentes, pero tenía miedo.
No quería aceptar que algo estaba mal en mí, ni que tenía que depender de alguien más. Tenía miedo —y aún lo tengo— de no poder ser la mamá que imaginé para mi pequeña de rizos alborotados.
La incertidumbre de no saber cómo enfrentar una situación que iba a cambiar mi forma de vida me mantuvo despierta muchas noches, llorando y suplicando a Dios que me librara de este calvario.
Con el tiempo, el monstruo empezó a hacer apariciones más frecuentes. Ya no eran simples temores después de un dolor que desaparecía con una pastilla. Me despertaba sudando frío, temblando sin control. De pronto tenía fiebre que me postraba en cama por días, y cuando mi pequeña se enfermó, tuve que ignorar mis propios dolores para ser lo que siempre quise ser: mamá.
El costo de olvidarnos de nosotras mismas es muy alto, pero estamos programadas para hacerlo y lo llamamos amor.

¿En qué momento, en nombre del amor, se nos pidió dejar de amarnos primero?
Cuando por fin hablé y pedí ayuda, me topé con un diagnóstico superficial: “estrés”. Y una indicación: “cálmese”.
¿Cómo podía calmarme si mi cuerpo fallaba cada día?
Mi cabello se caía por montones; temía lavarlo porque sabía que lo vería correr por el piso del baño. Hubo quien me dijo que “agradeciera” que todavía tenía cabello… pero poco me faltaba para perderlo por completo.
Dejé pasar el tiempo esperando mejorar, pero nada ayudaba: ni las vitaminas, ni el ejercicio, ni el descanso.
El monstruo se apoderó de mí y me alejó de todos. Esa fue la primera batalla que me ganó, o quizá yo me dejé ganar, porque si hubiera sido vulnerable, tal vez la ayuda habría llegado antes.
Pero en esa frase hay dos verbos que hablan de algo que nunca existió: hubiera.
Esa palabra que recrimina la falta de acción, de valor para decir lo que necesitamos, para pedir ayuda.
Eventualmente fui con otro médico. Ya me era imposible caminar normalmente y el dolor me incapacitaba para lo más sencillo. Vivir se había vuelto un suplicio.
Sin analizarme a fondo ni pedirme estudios, dictó su veredicto:
—“Es por la edad. Ya se está haciendo floja.”
Y esto es una manera amable de decir todo lo que me dijo: me hizo sentir inútil, avergonzada, como si solo quisiera llamar la atención.
Salí llorando del consultorio. Otra derrota.
El monstruo de mil cabezas ganaba de nuevo.

Recuperarse de una derrota es casi imposible, y para mí lo fue durante tres meses. Me la pasé culpando a mi cuerpo por traicionarme, por no dejarme disfrutar, por no permitirme vivir.
Nadie parecía entenderme. Me juzgaban como exagerada. Me repetían: “es estrés”.
No hubo nadie que se atreviera a ver el dolor que cargaba mi cuerpo y la tristeza que se derramaba por mis ojos.
Mi esposo, al ver que mi condición empeoraba, me ayudó a presentar una denuncia contra ese médico, y ahí todo cambió.
Me refirieron con otro especialista, quien apenas al mirarme y revisar mis estudios me dio un diagnóstico claro.
Finalmente podía nombrar al monstruo de mil cabezas: Artritis reumatoide.
El medicamento comenzó a hacer efecto y la mejoría se notó. Pero el miedo se convirtió en una cacofonía nocturna llena de preguntas sin respuestas alentadoras.
Artritis… esa enfermedad que yo asociaba con personas mayores, como mi abuela, que llevaba años en cama. Esa enfermedad que, según yo, solo afectaba huesos y no tenía cura.
El buscador de internet me llenó de referencias aterradoras.
El monstruo seguía ganando la guerra y yo no tenía armas, solo culpas y dolor.
Mi nuevo médico —un verdadero ángel— respondió pacientemente todas mis preguntas. Me explicó los tratamientos y las alternativas que tenía. Me dijo que el camino no sería fácil, y me entregó una nueva palabra para mi vocabulario diario: compasión.
¿Cómo aprender a tener compasión por mí misma?

Aprender a decir “hoy no puedo” sin sentir culpa era otra forma de vivir.
Pero mi cuerpo ardía al moverme, y si quería seguir siendo la mamá que mi niña necesitaba, tenía que intentarlo.
Varios medicamentos después, con reacciones difíciles de tolerar que me incapacitan por días, aquí estoy: defendiendo mi derecho a una vida libre de dolor.
Ahora sé que la artritis no es una enfermedad “de viejitos” ni solo de huesos. Ataca la piel, los órganos, la energía… y no se ve.
Muchas veces me dicen que “me veo muy bien”, pero no saben que por la mañana luché con todo mi ser para levantarme y ser “una persona normal”.
He sonreído con las lágrimas atoradas, escapándome al baño para dejarlas salir.
Mi pequeña me ha acompañado en este camino y me ha enseñado que a veces ser valiente es simplemente levantarse y desayunar en pijamas. Eso ya es un logro.
Hay días en los que hago mil cosas y todo parece “normal”, pero mi pastillero me recuerda que debo ser consciente de mis límites y decisiones. Que está bien decir “no puedo” o “no quiero”.
Esta enfermedad me ha enseñado mucho sobre mí. Me ha dado una perspectiva más honesta.
Hoy puedo decir que agradezco esta experiencia —aunque duela— porque he descubierto que la fortaleza viene acompañada de vulnerabilidad, y que el dolor no es el enemigo… es un maestro que señala mis capacidades y mis maneras de avanzar.
Hoy puedo ver el dolor en la mirada de otro y ofrecer apoyo, porque yo ya caminé ese infierno y pude salir.
Al día de hoy el monstruo de mil cabezas no me define: lo uso para crear una nueva versión de mí, llena de fuerza, compasión y voluntad, aunque a veces tenga que hacerlo desde la cama.
Y aunque el monstruo siga ahí, respirando en la sombra, yo también sigo aquí.
Cada amanecer es una victoria silenciosa que nadie me puede arrebatar.

Gracias por permitirme ser vulnerable y compartir un pedazo de mi camino.
Un abrazo ✨🌙












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