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Foto del escritorERIKA Castillo

La tinta bajo la luna Cuentos con historia... Autoinmune

Mis queridos Lectores bajo la Luna, hace mucho tiempo que no venia a compartir con ustedes, pero a veces la vida nos pone unas pruebas que nos resultan difíciles de controlar al primer intento, al segundo, al tercero...


Bueno, estando yo tratando de dominar al monstruo de varias cabezas fue que en un momento de quietud y soledad física tomé la pluma y empecé a darle forma a esa voz que venía diciéndome desde hacía ya varios días que la dejara salir. Me pedía con insistencia que le diera vida.


¿Cuántas veces tenemos miedo de los monstruos que nos esperan cuando la luz se va?

Muy frecuentemente nos encerramos en castillos que creemos nos protegerán, cuando en realidad sólo nos aislan de nuestra realidad, en dónde podemos encontrar estas respuestas que tanto buscamos, si logramos reunir la valentía necesaria para mirar de frente al monstruo de mil cabezas una vez, o tal vez dos veces, en ocasiones una tercera vez... o las que sean necesarias para poder vencerlo.


Y no siempre se le puede vencer, en ocasiones forma parte de nuestro ser, pero esto no significa algo malo, bueno la mayoría de las veces...



Así nació AUTOINMUNE, permítanme compartirles que tuve la fortuna que fue seleccionado por la revista literaria Acuarela humanística para el NECROLOQUIO DE PUTREFACCIÓN MÚLTIPLE que se celebró el 19 de Octubre de este año, dónde tuve el privilegio de leerlo en compañía de otros grandes escritores.


Espero lo disfruten...


Un abrazo,

Erika




Autoinmune


“Es un diagnostico reservado, Lupus es una enfermedad autoinmune, podemos ir viendo cómo se desarrollan los síntomas y tomaremos decisiones”. Fueron las palabras del médico mientras observaba impasible los resultados de mis pruebas. Al salir del consultorio la luz del sol caló mis ojos, tardé un poco en acostumbrarme. “Autoinmune” repetí silenciosamente.

“Autoinmune” me dije al subirme al auto. “Esto quiere decir que no tienen la más mínima idea de lo que me pasa” le dije al silencio mientras tomaba la salida A-13 de la autopista. “Su cuerpo se está atacando a sí mismo” fueron las palabras que resonaron en mi cabeza al abrir la puerta de mi casa.

Me tiré a la cama y caí profundamente dormido. Estaba agotado. Así era desde hacía algunos meses atrás, me despertaba con un sabor a sangre que inundaba mi boca y el cuerpo dolorido. La comida me era repulsiva, lo único que toleraba era un vaso de avena tibia, “ahora viviré a base de avena” dije sarcásticamente al día siguiente mientras leía el periódico.

Tenía que entregar las fotografías que me habían solicitado dos meses atrás, pero capturar a los lobos en su hábitat no me había resultado sencillo. Aún faltaba mucho por documentar y el tiempo no estaba de mi lado. Había seguido a la manada por muchos meses, sabía su comportamiento, entendía sus costumbres mientras ellos me toleraban a la distancia. Era un acuerdo tácito de lejanía cercana. Yo los observaba y ellos no me comían en el desayuno.

Aquella noche mientras el cachorro de la manada se acercó juguetón a mis pies yo sentí que al fin me habían incluido en su familia; el macho Alfa no me quitaba la mirada de encima pero tampoco me consideraba una amenaza. “Canis Lupus” le dije al animalito mientras señalaba al cielo, “Allá están tus ancestros guiando tus pasos” susurré en sus orejas grisáceas.

Todo transcurrió con mucha calma hasta que llegó El Solitario y atacó sin razón a un miembro de la manada, todos se defendieron ferozmente. Fue una pelea a muerte de la que me libré con unos rasguños y un susto espectral. Desde entonces la manada no me ha dejado acercarme. Me evitan. Al momento que sienten mi presencia en el aire se retiran y el Alfa me gruñe dejando muy en claro que no soy bienvenido.

El Solitario era un lobo que ya había identificado meses atrás, nunca se acercaba a la manada, pero siempre los observaba cautelosamente. “Ha de ser un paria” fue la anotación en mi diario de campo, “debió ser expulsado y ahora camina solo” fue la conclusión.

No podía entender el ataque a la manada de aquella noche. “No tiene lógica” me repetía siguiendo las huellas de la hembra Alfa. A la distancia vi a mi amiguito el cachorro, estaba creciendo y luchaba por ganarse su lugar en su familia.

Decidí acampar en un claro, tal vez si me veían vivir cerca de ellos pudiera ganarme su confianza de nuevo. Me despertó el sol que entraba por la tienda, me lastimaba la piel, la hacía arder. El sabor metálico en mi boca me hizo ir al riachuelo para enjugarme, fue entonces cuando lo noté, había sangre en mi chamarra. No sabía su procedencia, pero aún estaba fresca. No le dí mucha importancia. Para el mediodía alcancé a la manada, de lejos noté la ausencia del cachorro. Días después seguía sin aparecer. Algo había sucedido.

Se llegó la luna de octubre, la de los cazadores. Sabía que la manada saldría. Esta sería la oportunidad perfecta para tomar las fotos que me faltaban.

Comí mi acostumbrada avena dentro de la tienda y esperé. Sabía que pronto los escucharía. Casi sin darme cuenta un dolor punzante en mi pecho me hizo rodar por el suelo, el aire no entraba en mis pulmones las costillas se comprimían contra ellos, todo se volvió borroso, un pitido agudo dentro de mi cabeza me enloquecía de dolor, el cuerpo se me partía en mil pedazos. El dolor me torturaba, me hacía temblar violentamente, arqueaba mi espalda queriendo abandonar mi cuerpo, golpeaba con fuerza mi cabeza tratando de acallar ese sonido agudo y martirizante.

Silencio.

Todo se detuvo.

Me puse en pie aturdido pero lleno de tranquilidad. El aire del bosque se sentía fresco, reconfortante. Escuchaba la vida fluir y me sentía en armonía con ella. “He muerto” pensé, “autoinmune” recordé.

Caminé un rato disfrutando de cada sensación, era como si todo fuera nuevo para mí. El crujir de las hojas, el movimiento de los árboles marcaba el ritmo de mis patas, “un búho está allá enfrente” supe instintivamente.

Y fue entonces que la noté. La Luna. Estaba grande, hermosa, su luz me rodeaba, me acariciaba, me hacía feliz. Aullé. Aullé fuerte queriendo decirle que yo también la veía a ella.

La contemplé mucho rato hasta que ví a la manada a lo lejos, empecé a seguirlos. Después de un rato Alfa se me acercó gruñendo amenazadoramente. Entendí el mensaje.

Me fui a la tienda y me acosté a dormir.

Los días pasaron y yo me sentía cada vez mejor, aunque la sangre en mi ropa seguía apareciendo cada mañana. “Tal vez es uno más de los síntomas” me decía.

La manada había perdido tres miembros más, ya estaba preocupado. ¿Era posible que alguna enfermedad los estuviera atacando? Pero no podía saberlo a ciencia cierta. “Puede ser El Solitario, vi sus huellas días atrás” escribí al pie de la página “he vuelto a encontrar su rastro cerca de mi tienda” concluí.

Llegó la luna llena de noviembre y emocionado me aposté junto a la roca del lado norte. Allí esperaría a la manada.

Todo sucedió de manera repentina. Sin darme cuenta Alfa me atacó por la espalda, sus colmillos se encajaban en mi piel y quebraban mis huesos. Fue entonces cuando escuché de nuevo el pítido agudo en mis oídos y con una furia que nunca antes había sentido encajé mis colmillos en el cuello de Alfa y mis garras destrozaron su piel grisácea. Al saborear su sangre mis papilas gustativas explotaron de placer.

Aullé.

Los otros miembros de la manada decidieron huir. Sabían que no tenían oportunidad conmigo.

Al día siguiente me desperté en mi tienda, había sangre en mi rostro como en días anteriores. Pero ahora si recordaba. La sangre de Alfa había revitalizado mis sentidos y me dio la fuerza que me faltaba.

Caminé hasta la roca del lado norte, y allí lo ví, el cadáver destrozado de quien había sido un líder ejemplar para la manada. Lo entendí todo.

Hoy yo soy El Solitario. Ahora yo soy el cazador, mi presa, la manada.

“Autoinmune” recordé. “Lupus” me dijeron.

Canis Lupus” dije sonriendo…





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