Cuentos con historia: la herencia del silencio
- ERIKA Castillo
- 16 may
- 5 Min. de lectura
A veces callamos sin darnos cuenta.
Callamos por miedo a incomodar, por no saber cómo decir lo que sentimos, por costumbre… porque así nos enseñaron. Nos guardamos las palabras como si fueran piedras en los bolsillos, y seguimos andando, cada vez un poco más pesadas.
Hola mis queridos Lectores bajo la Luna, hoy es viernes de cuento, pero de reflexión también.
¿Cuántas palabras no hemos callado por miedo?
Yo se que me he guardado varias...
No siempre es por debilidad; muchas veces es por amor, por proteger, o simplemente porque nadie nos preguntó cómo estábamos.
Este texto nació de una de esas mañanas simples, de café compartido y palabras que se escapan cuando ya no se pueden contener. A través de la voz de una mujer, se asoma la historia de muchas. Un fuego que no solo quema por fuera, sino que viene desde adentro, desde lo no dicho, lo heredado, lo vivido en silencio.
Porque hay recuerdos que no arden para destruir, sino para iluminar.
Y romper el silencio, aunque sea un poco, puede ser el primer paso para sanar.
Hoy quiero lanzar un deseo al viento, que cada persona aprenda a hablar con libertad lo que su corazón le diga,
y que ninguna palabra vuelva a arder dentro de ella por miedo a ser escuchada.
Les dejo mi cuento queridos Lectores bajo la Luna, deseándoles que cada palabra arda con el eco de su voz y que los silencios sean solo para escuchar nuestros pensamientos.
Un abrazo,
✨️🌙

La herencia del silencio
Estábamos sentadas. La cocina se veía entre un halo de blancura. El almuerzo había terminado y los trastos danzaban alborotados, escuchando nuestra conversación. Era una mañana como tantas, donde ella nos acompañaba y hacíamos que la rutina se metiera en el cajón de la esquina.
Mi marido se fue arrastrando los pies a la recámara, porque decía que lo ignorábamos en cuanto nos sentábamos a platicar, mientras mi pequeña jugaba en el piso de la sala con todas sus posesiones esparcidas en cada rincón imaginable.
Ya era la segunda ronda de café. Su taza humeaba lentamente, esparciendo en secreto su aroma por la cocina. Las manos acariciaban el asa, y su mirada fija vagaba entre los recuerdos. En esas conversaciones fue que conocí realmente a la mujer que existía detrás de la madre abnegada y la esposa tolerante; la del cabello plateado que cae rebelde sobre sus lentes rayados, porque nunca sabe dónde los ha dejado.
A pesar de ser familia desde hacía años, en esas mañanas fue que realmente me encariñé de mi suegra. Su corazón se abría de par en par entre tazas de café y rememoraciones del ayer.
—¿Te conté de mi abuela? —me dijo, sorbiendo su café—. Murió a causa de un incendio.
Otro sorbo más la ayudó a traer al presente ese pasado del que casi nadie hablaba.
—Se quemó sola. De la nada empezó a arder —dijo triste—. Pero no murió allí. Duró tres días en agonía.
El silencio se sentó a la mesa con nosotras por un momento.
—¡Fue combustión espontánea! —gritó mi marido desde la recámara. Había estado espiando nuestra conversación.
Ella meneó la cabeza y me dijo:
—No fue eso lo que pasó. Pero es la explicación que encontraron para algo que no se podía entender. La realidad fue otra… y es más difícil de creer, porque nadie la considera verídica. Pero yo estuve allí. Yo vi todo.
Otro sorbo de café ayudó a alejar el nudo que posaba en su garganta.
—Mi abuela se sentó en la mecedora esa tarde, allá en el rancho. Se quitó el chal porque dijo que se sentía arder, que tenía fiebre.

“Me estoy quemando desde hace días y a nadie le importa. No se dan cuenta”, me dijo con su voz carrasposa. Luego cerró los ojos y continuó:
“Todas las palabras que he callado a lo largo de mi vida se me han juntado y me están quemando por dentro. Debí hablar cuando era el tiempo… ahora ya no hay remedio”.
Volteó a verme. En aquel entonces yo tenía siete años y no comprendí ni una sola cosa de lo que me dijo, pero no lo he olvidado. Porque justo después de eso, vi cómo el fuego la abrazó. Comenzó a arder de la nada. Las llamas la cubrieron rápidamente. Ella gritaba desesperada, tirándose al suelo.
Yo estaba muy asustada y corrí a la puerta de la cocina, gritándole a mi mamá. Ella, limpiándose la masa de las tortillas de las manos, salió corriendo. Cuando vio a su madre cubierta por el fuego, su cara se puso pálida. Tardó un momento en reaccionar; se quedó paralizada. Yo la jalé mientras le entregaba la cobija de la silla. Con ella, mi mamá intentó sofocar el fuego que cubría a mi abuela. Entonces llegaron mis tías y mi abuelo. Entre toda la conmoción, nadie escuchó lo que yo decía. Solo me chasqueaban los labios o me mandaban para otro lado de la casa.
Aún después, cuando les conté cómo había pasado, nadie me creyó. Todavía mis hermanas no me lo creen.
Otro sorbo más le ayudó a pasar el recuerdo. Mi niña, en su mundo de hadas, se percató de la tristeza de su abuela y corrió a darle un beso en la frente, para regresar después a su mundo, que la esperaba lleno de sueños y fantasía.
Se quedó callada un instante. Con la mirada clavada en el café, me dijo:
—Las mujeres tenemos una enfermedad que vamos pasándonos de unas a otras. Es una pandemia a la que nadie le interesa poner fin, porque solo nos afecta a nosotras.
Desde que nacemos se nos enseña a aguantar todo y callar. Nunca decir nada. No está bien andarse quejando de lo que una vive. No está permitido señalar lo que falta. No podemos escoger nuestro camino por la vida. Siempre hemos de cuidar de los demás, sin importar que nosotras seamos las que necesitemos cuidados.
Nuestro destino ya viene implícito en medio de nuestras piernas.
Si yo hubiera tenido la oportunidad, habría elegido una vida diferente a la que tuve, a la que tuvo mi mamá, a la que tuvo mi abuela…
Su mirada se posó en los rizos alborotados de mi pequeña durante un momento. Luego me dijo, quedamente:
—No permitas que a ella le pase lo mismo. No dejes que la quemen las palabras que dice su corazón. No permitas que a TI te quemen también. Esta pandemia la tenemos que terminar nosotras. Nadie más lo hará. El mundo se ha construido con los sufrimientos y lágrimas de todas las mujeres que vinieron antes que nosotras. El silencio fue su pilar.

Ese silencio nos reclama todas las noches antes de dormir…
El ruido estruendoso del teléfono terminó nuestra conversación.
Comienzo a recoger los platos de la mesa con sus palabras resonando en mi interior. Ella, sin saberlo, ha comenzado a ponerle fin a esta pandemia. A su manera, en sus términos… aunque no lo crea así.
El darle nueva vida a las luchas de las mujeres de su familia en las conversaciones de café, mientras mi pequeña juega junto a nosotras, permite que se rompa el silencio y que, a manera de recuerdos, se siembren las semillas para un mejor presente para cada una de nosotras.
Porque somos la suma de todas ellas. Somos todas sus luchas, sus lágrimas y derrotas. Pero también somos la fortaleza que las animó a seguir, a luchar cuando el mundo se ponía en contra, a desafiar a quien les puso el pie encima.
Doy un sorbo a mi té mientras observo cómo mi niña le entrega una muñeca de trapo a su abuela y le dice:
—Ella será astronauta el día de mañana...

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