Historias bajo la Luna: Una despedida sin adiós
- ERIKA Castillo
- 9 ago
- 2 Min. de lectura
"Hasta que no hayas amado a un animal, una parte de tu alma permanecerá dormida".
Anatole France
Hace nueve años, yo estaba en cama, cuidando que Valentina no se escapara de mi barriga antes de tiempo. Fue un embarazo en el que la esperanza y la fe siempre ocuparon la primera fila.
Mis días transcurrían entre las páginas de algún libro, hasta que una tarde mi marido me dijo:
—Ya te adoptaron —y me mostró la foto de una gatita blanca con manchas negras y una mirada dulce.
Así llegó Tina a nuestras vidas.
Nunca había tenido un gato… o, mejor dicho, nunca había sido la esclava de uno.
Se ganó mi corazón con su lealtad y sus gestos de cariño. Acompañó nuestras mudanzas con paciencia, recordándonos que siempre hay que seguir el ritmo de la vida y que un buen descanso bajo el sol es alimento para el alma.
Cada mañana, cuando yo despertaba, ella ya me estaba esperando. Escuchó mis lágrimas, compartió mis silencios y, más de una vez, me reclamó con la mirada que su plato estaba vacío… aunque mi marido ya la hubiera alimentado.
Mi pequeña de rizos alborotados aprendió el sentido de la responsabilidad y la empatía siguiendo la patita de Tina.
Nuestra vida estaba impregnada de sus maullidos y de su amor. Ella era parte de nuestra familia.
Y sí… han leído bien: era.

Esta fue la última foto que le tomé. Sin saberlo, mi alma quiso quedarse con ese instante: la paz que me regalaba su presencia.
Hoy mis ojos derraman lágrimas de ausencia, por el pedazo de mi alma que se fue con ella.
Hace tres días, Tina se marchó. Terminó su misión en esta tierra y entregó sus nueve vidas al dios de los gatos.
Mi casa ahora está más vacía. Mis pies ya no sienten su compañía. Las mañanas empiezan con una ventana sin su silueta.
Mi marido, siempre reservado, se queda mirando el lugar donde ella dormía, y en sus ojos descubro que la tristeza también lo abraza.
Valentina, con lágrimas en los suyos, me pregunta por qué Tina ya no está con nosotros. No encuentro una respuesta para ella… porque tampoco la tengo para mí.
Alguna vez escuché que los gatos llegan con una misión y solo se van cuando la han cumplido. Creo que la misión de mi Tina fue enseñarnos cómo se ve el amor incondicional: puro, inocente, paciente.
Ese que acompaña sin pedir nada a cambio y que permanece para siempre… incluso cuando ya no está.
Y aunque mis ojos la busquen y no la encuentren, sé que, en algún rincón del cielo, hay un rayo de sol tibio y unos lirios frescos donde ella duerme tranquila.
Allí me espera, con la misma paciencia con la que cada mañana me recibía.
Allí seguirá, hasta que un día vuelva a sentir en mis pies el suave roce de su patita y podamos volver a casa… juntas.
Esto no es un adiós. Es un “hasta siempre”.
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